lunes, 11 de mayo de 2009

Entrando sin llamar

Hoy, por primera vez, he pisado mi servicio. He ido a conocer a las personas con las que voy a compartir mis próximos cuatro años de vida reclutado en un Hospital. Subiendo las escaleras intentaba imaginarme cómo sería mi vida allí, horas y horas enfundando en mi bata blanca, de un sitio a otro, esquivando pacientes por doquier, con mi oftalmoscopio en mano para acudir raudo y veloz ante cualquier picor, legaña o molestia ocular que se preste a ser una urgencia.
Y así llegué a las puertas de la consulta de oftalmología. Aguardando estaba el gentío a que alguien con bata blanca gritará con desdén su nombre y le diera el permiso tan ansiado para entrar. Por un momento dudé, tal vez no debía adelantar los acontecimientos que marca la burocracia contractual y esperar al día en el que firme mi contrato, pero sin más, entré. Estaba decidido, necesitaba conocer algo de la historia que iba a comenzar en breve. Pronto me encontré con una secretaría demasiado ocupada para atenderme, aún cuando me presenté como el nuevo R1 de su servicio, suficiente sólo para invitarme a pasar y darme la bienvenida mientras continuaba caminando veloz hacia la salida.
Perplejo, decidí asomar la cabeza por si alguien me rescataba de mi vergüenza, evitando así la escena que más temía: presentarme como “el nuevo R1” en medio de una consulta sin luz alguna, rompiendo el nexo de unión creado por una lámpara de hendidura entre paciente y doctor. Tuve suerte y pronto se me acercó una enfermera entreviendo por encima de sus gafas de cerca una mirada cómplice, como si ya supiera todo sobre mí. Se presentó y sin tiempo a darle mi nombre, sólo mi pronombre R1, dio la voz de alarma al resto del servicio. Poco a poco fueron apareciendo caras nuevas que me iban escudriñando lentamente, de arriba abajo, sin ser capaz yo de recordar nombre alguno de todos aquellos con los que iba a trabajar codo con codo durante 4 años.
Pronto conocí a Ingrid, la R1, o lo que es lo mismo, mi R2. Me miró condescendientemente y, sonriendo, me sacó de aquella encerrona para pasearme por todo el Hospital y presentarme al resto de la cuadrilla. Celadores, limpiadoras, … sólo falto la gente que aún blandía el bisturí cerca ya de la hora de comer y el jefe del servicio que se asuntaba precisamente hoy, así que otro día antes de firmar el contrato vendré expresamente a saludarle y presentarle mi dote.
La verdad es que Ingrid me planteó la situación de una forma bastante idílica…salvo el primer año. A partir de R1, las guardias de especialidad (las únicas que tienes) se tornan en un sueño placentero porque todo objeto malintencionado que entre en el ojo podrá ser visto por la mañana, salvo raras excepciones que tendrán suficiente entidad para levantarte de la cama. Sin embargo el R1 se ocupa de las guardias de puerta, urgencias, todas las urgencias, venga lo que venga, te pertenece, a la hora que sea…ya tendré tiempo de estresarme pensando en ello, ahora no. Además me comentó el plan docente y de trabajo del servicio, cómo estaba repartido en los distintos años y que la cirugía de R1 se limitaba a operaciones en el quirófano experimental con ojos de cerdo traídos del matadero, interesante.
Justo antes de despedirme, Ingrid me comentó lo que todos quieren escuchar cuando recién llegados están impacientes por descubrir lo que uno siempre se ha imaginado: todos los R1 se van un mes a hacer un curso pagado de práctica oftalmológica general, a elegir entre Madrid o Nueva York. Por lo que al final, mis temores se habían convertido en puro júbilo al saber con certeza que no me había equivocado de servicio. Ya diciendo adiós, mientras salía yo por la puerta con una sonrisa de oreja a oreja, Ingrid me dio el último consejo, no tocar un libro de medicina hasta el día en el que firme el contrato. Así lo haré.